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El virus nos ha recordado que Europa es (casi) irrelevante en tecnología

12 mayo, 2020 | 1 comments |

Europa “depende cada vez más de tecnologías extranjeras en partes clave de su economía, algunas de ellas esenciales para nuestra seguridad estratégica”, señaló en 2019 un informe de Bruselas

Foto: Imagen de btaskinkaya en Pixabay.

El pasado 12 de abril, este periódico anunció que Google y Apple trabajaban en la elaboración de una herramienta conjunta que sirve para notificar a los usuarios de teléfonos móviles la posibilidad de que estén infectados por coronavirus. Dado que entre las dos empresas controlan los sistemas operativos de prácticamente todos ellos, la universalidad de la herramienta tiene ventajas evidentes. Si dos personas pasan juntas un breve periodo —por ejemplo, en un vagón de metro o en un supermercado, como contaba el periodista de Teknautas Michael McLoughlin— y al cabo de un tiempo una de ellas resulta estar infectada, el sistema de rastreo avisaría a la otra de un posible contagio, independientemente de su modelo de teléfono y sistema operativo

Era una buena noticia. Más aún porque, a esas alturas, los diferentes intereses de los países europeos y sus distintas ideas de privacidad (que la privacidad haya sido el principal tema de discusión también es una buena noticia) habían frustrado el intento de crear una herramienta de rastreo estrictamente europea, que funcionara en toda Europa con tecnología propia. Cuando quedó claro que no habría un proyecto común, Reino Unido, Francia y Noruega decidieron desarrollar tecnologías propias para “dar a las autoridades sanitarias más datos y más control”, informaba el ‘Financial Times’ el fin de semana pasado. Al mismo tiempo, Alemania, Italia, Irlanda, Austria y Suiza decidieron apoyar el estándar creado por Apple y Google.

La UE pretendía que todos los países asumieran un mismo modelo o, al menos, que los existentes tengan unas garantías semejantes —en parte para poder considerar los movimientos transfronterizos, en parte para garantizar los estándares de privacidad, pero también para no seguir transmitiendo la sensación de que la UE no es capaz de actuar unida ante el coronavirus—, aunque hasta el momento ha sido imposible. Cédric O, el secretario de Estado francés para el desarrollo digital, defendió que su país cuente con un proyecto propio y afirmó que “la soberanía sanitaria y tecnológica de Francia (…) es la libertad que debe tener nuestro país para escoger y no verse limitado por las elecciones de una gran empresa, por innovadora y eficaz que esta sea”. Fuentes del Gobierno español afirman que están esperando a conocer las características técnicas de la propuesta francesa antes de tomar ninguna decisión, pero que su único deseo es una “solución interoperable”.

La incapacidad de la Unión Europea para impulsar el desarrollo de una tecnología propia no es una novedad. En muchos sentidos, el poderío tecnológico actual de Estados Unidos se debe al fomento de la investigación tecnológica llevado a cabo por su Gobierno a partir de la Segunda Guerra Mundial. El mito de un Silicon Valley formado por emprendedores jugando con cables en los garajes es solo la parte más llamativa de lo que en realidad fue un impulso tecnológico financiado con dinero público, sin el cual probablemente no habrían existido gigantes como Hewlett Packard o Intel, ni genios como Steve Jobs o Bill Gates.

Por lo que respecta a China, afirmar que su asombroso desarrollo tecnológico de las últimas décadas ha recibido apoyo del Estado sería infravalorar la medida en que la tecnología ha estado en el centro de la agenda del Gobierno chino. El desarrollo de la UE, sin embargo, ha tenido lugar en una época en la que la sola mención de la “política industrial” —es decir, el apoyo político y económico a determinados sectores y determinadas empresas— provocaba aspavientos: se consideraba que era “escoger a ganadores”, es decir, favorecer a unos frente a otros, algo que solo podía hacer el mercado y en ningún caso, al menos de manera explícita, el sector público.